martes, 12 de enero de 2010

qué dolor de cabeza...

Resulta curioso cómo es posible que en los momentos más confiados pueda uno comerse el suelo si tener tiempo para reaccionar. En esta ocasión fue la nieve, pero creo que debido al tortazo, llegó a besar el suelo a través del cráter que hizo con la cabeza. La historia ocurrió así:
Llevaba cerca de dos años sin hacer snow. No paraba de repetirlo. Le hacía sentirse envuelto en la nube de la extrema excusa para que sus errores quedaran suplantados por esa falta de experiencia. Los ánimos y consejos de sus tres amigos no hacían que nuestro protagonista –cuyo nombre no voy a mencionar- fuera cogiendo confianza y se aferrara a su valentía para sortear las dificultades que la montaña le presentaba. Esquiaba inundado en el temor a comer demasiada nieve y a ralentizar la marcha de sus tres fieles amigos que, pacientemente, le esperaban a pie de pista.
Durante el transcurso del primer cuarto de la mañana, vio como sus pies reaccionaban y como era capaz de tumbar su torso para zigzaguear pista abajo cada vez a mayor velocidad. De vez en cuando –y lo tenía bastante asumido- sabía que debía comer nieve y pasar el mal trago de ver como alguien, enarbolando una tenue sonrisa, le preguntara si estaba bien. La vergüenza fue creciendo cuando en las dos últimas expediciones por la nieve a boca abierta, fue un chaval de no más de 13 años y una chica de unos 20 quienes se pararon frente a nuestro protagonista para preguntar cuál era su estado. En las dos ocasiones se encontraron con la misma respuesta: “-Estoy bien, gracias. Así aprovecho y descanso”.
Durante el transcurso del segundo cuarto de la mañana notó como su confianza menguaba y su torpeza se acrecentaba a pasos agigantados. Los zigzagueos –con sus inevitables visitas a la gélida nieve incluidas- fueron disminuyendo dado que su porcentaje de “descansos” iba subiendo como la espuma. Notaba como su pelo, antes lacio, se había compactado tras tanto hielo y formaba ahora un bonito peinado de estalactitas capilares. Eran rastas de invierno. Con sus manos, dolidas por tanto esfuerzo, a duras penas conseguían hacer un chasquido con los dedos, y sus piernas, rotas de cansancio, reaccionaban lenta y patosamente a las voluntades y órdenes que sus neuronas mareadas ordenaban. Era, y se sentía, la vergüenza de La Masella.
Paró por un momento y decidió dedicarse un tiempo a él mismo. Se quitó los guantes, rompió como pudo el hielo de su cabeza y, cara al sol, encendió un cigarro. Lo fumó pausadamente, saboreando cada calada mientras admiraba el estilo y eficacia del resto de los esquiadores. “-Tengo que confiar en mi mismo. Se que puedo hacerlo” se decía. Después de fumarse el cigarro, su ego subió hasta límites insospechados. Se creía capaz de todo. Se iba a comer el mundo y no la nieve. Iba a ser capaz de seguir y no retrasar a sus amigos que estoicamente habían estado aguantando toda la mañana. Iba a hacerlo bien. Se enfundó los guantes y se puso el gorro de nuevo. Se incorporó y se abrochó el abrigo mientras desafiaba con la mirada la pista que tenía a sus pies. “-No podrás conmigo, pequeña” susurró. Encaró la primera cuesta y notó como poco a poco iba subiendo la velocidad. “-Torso a la izquierda, torso derecha… y flexiono” se repetía. En seguida notó como su cuerpo reaccionaba y había cogido confianza. Por increíble que parezca, fue capaz de bajar la pista entera sin caerse. Estaba orgulloso, y aun más, cuando en la falda de la pista, la que tiene inclinación 0.2%, se acomodaba flexionando las piernas mientras, sonriente, se desabrochaba un guante para sacar el forfait. En ese momento de éxito en el que algunas chicas del telesilla le miraban y veían a un hombre confiado y orgulloso de sí mismo, hizo el cambio de izquierda a derecha para enfilarse en dirección al telesilla. De repente, y sin comprenderlo aún, se vio con la boca llena de nieve y la cara hundida en ella. El viaje fue tan sumamente rápido que no le dio tiempo a que sus manos se separaran para apoyarse en la nieve e intentar amortiguar el golpe. Se quedó dos eternos segundos en el suelo boca abajo hasta que reaccionó y se acordó del telesilla y la gran cola de gente –chicas curiosas incluidas-. Inmediatamente después se había sentado, aun con un profundo mareo, y había saludado con una extrema sonrisa en su cara a sus amigos que, con lágrimas en los ojos, se reían avergonzados por la bochornosa actuación de su amigo.
Se puso en pie con la tabla en la mano y se prometió no volver nunca más a hacer snow. Al llegar al telesilla –tras haber caminado diez metros por la nieve- le cambiaron el forfait roto por uno nuevo, aunque él repetía una y otra vez que se iba al bar a descansar y a esperar a sus amigos. “-De verdad, no os preocupéis por mi. Os espero en el bar, calentito y a gusto”.
La historia, para abreviarla, terminó con nuestro protagonista en la cima de la montaña, insultando a árboles y esquiadores que pasaban por delante; y bajando como buenamente pudo la montaña entera. Supuestamente esto se lo obligaron a hacer para que perdiera el miedo para la próxima vez, pero ya era demasiado tarde. A partir de ese momento supo que la próxima vez, se dedicaría a ir en trineo.