lunes, 8 de enero de 2018

Ya somos cuatro


Te despiertas, te duchas y te lavas los dientes. La casa esta dramáticamente en silencio, pero loca de una ilusión propia del mayor acontecimiento de vuestra maravillosa familia: tenéis un nuevo hijo. Medio dormido te acabas de arreglar, cierras la casa y vas hacia el coche. En el viaje hacia el hospital reina un profundo silencio que sólo es interrumpido por el ronquido perezoso del coche. Al ver el hospital, a lo lejos, te invade una curiosa sensación de felicidad: te sientes en casa. Aparcas y vas caminando hacia el hospital, posiblemente sumido en un mar de pensamientos que cesan cuando entras en la habitación donde tu mujer descansa. Al verla te emocionas. “-Buenos días mi vida”. “-Hola –consigue decirte mientras lucha por abrir los ojos. -¿Qué tal está Nico?” La besas con cierto miedo ya que parece tan frágil que no la quieres romper. “-Es tan bonito…  Consigues decir. “–Eso sí, pequeñito, rosita y guapo, muy guapo.” Mientras se lo explicas ves que sus ojos brillan de un orgullo que sólo las madres pueden sentir. Le explicas que está perfecto, es pequeñito y que dormía plácidamente cuando le fuiste a ver de madrugada. Y cuando crees haber terminado, sientes que todo lo que explicas es aire porque lo que realmente quiere saber tu mujer es cuándo podrá conocerle. Llora. Lloras. Es como si parte de su alma supieras que se la han extirpado y sientes que no puedes hacer nada porque no está a tu alcance, así que sonríes cariñosamente y le acaricias el pelo, la frente, las mejillas. Le coges la mano y la besas con delicadeza. “-Pronto le verás –dices para tus adentros- porque conocerle ya le conoces.”

Vuelves a ver a tu hijo, esta vez sabiendo cómo te lo vas a encontrar. Te lavas las manos, te pones la mascarilla y la bata. Las enfermeras te sonríen tratando de transmitirte la mayor confianza del mundo mientras, lentamente, casi sin querer hacer ruido, llegas a la incubadora. “-¿Puedo abrir la cortinita?” preguntas. “-Claro” te dice la enfermera amablemente. Y como si de un secreto se tratara, asomas la cabeza mientras con las dos manos abres la cortina lo justo para poder verle. Duerme. Realmente lo que viste de madrugada es lo que ves hoy. Qué guapo es…

Las horas pasan entre la unidad de neonatología y la de reanimación. No existe nada más que estas dos salas, y los pasillos son el centro neurálgico de llamadas, puestas al día con médicos, cafés de 35 céntimos que saben a gloria y minutos donde la cabeza no deja de dar vueltas.

¿Y qué haces ahí? Ah, sí, luchar por tu familia, por lo que son tu vida. “-Ya somos cuatro” te dices mientras sales de neonatología y entras en reanimación. “-Ya somos cuatro”.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Está vivo


El sonido de los “bips” te adormece y te sientes poco a poco extinto, como en un mundo de nadie. El tiempo se ralentiza tanto que los “tac, tac” del segundero resuenan en tus oídos con ese eco propio de una película de terror. Levantas los ojos: ajetreo y silencio en medio de un mar de sonidos, y algún quejido lejano acompañado del susurro incesante de las enfermeras. Todo está caóticamente organizado, pero tú estás perdido, perturbado y mareado por dónde estás.

De repente oyes una voz que con dulzura te dice: “-Hola Papá. Soy la enfermera de tu hijo.” Tú levantas la cabeza, abatido, entreabres los ojos, sonríes tímidamente y preguntas: “-¿Cómo está?”. “-Bien, te contesta. –En un rato podrás entrar a verle.” Le agradeces el gesto, vuelves a sonreírle y te vuelves a sentar. Ya más despierto vuelves a pensar en tu mujer, en cómo estará. Piensas en que tardará en conocer a vuestro hijo al menos un día más, 24 horas de larga espera, y eso te aterra. “-Qué injusticia, murmuras.” Piensas que no deberíais estar ahí, sino que deberíais estar en casa, con tu mujer, embarazada de treinta y un semanas y vuestra hija de 3 años. Cierras los ojos un momento y sientes que te arden sutilmente. Tardas unos segundos en darte cuenta que estás llorando pero te da tiempo a enjuagarte las lágrimas antes de que la enfermera vuelva para decirte: “-Ya puedes pasar. Ya está listo”. Ella sonríe.

Te lavas las manos, aturdido, emocionado, cansado y contrariado. Te pones la bata, la mascarilla y entras. La sala de neonatos está oscura, todo el mundo te mira y te sonríe con esa sonrisa cómplice que deja entrever compasión y algo de pena, adulteradas con gotas de un cariño que te penetra el alma. Mientras caminas hacia la incubadora, miras a tu alrededor y te sorprende la cantidad de gente que hay a las 4:25 de la madrugada. De repente sientes una mano que te agarra el hombro con cariñosa firmeza, te das la vuelta y te encuentras a La Enfermera, al ángel de la guarda de tu hijo, a la chica que con vocación de heroína le está salvando la vida. Ella te acompaña los últimos metros mientras te tiembla la barbilla y luchas por controlar unos repentinos e incontrolables deseos de gritar, chillar y berrear ¡por qué!, pero de repente le ves, y los “bips”, “tics, tacs”, los susurros de las enfermeras, los pasos… incluso las miradas de todos los presentes desaparecen y se hace el silencio. “-Por Dios, pero si es un ángel.” Te dices. “-Puedes tocarle si quieres, papá” te dice la enfermera. Tímidamente abres la puertecita de la incubadora, acaricias tus dedos entre sí –puro nerviosismo- y acercas tu mano temblorosa hacia él. Le tocas la mano y la samba vuelve a tu estómago. “-Estás vivo” le susurras. Y te das cuenta que si lo que hacía cinco segundos eran ganas de chillar, ahora son ganas de agradecer. Le acaricias, le susurras que le quieres, le mimas entre tubos, sonda y catéter. Le mandas besos y lloras. Y como parte de un cuento perfecto, y justo en ese momento, sientes en tu hombro esa mano milagro que te dice todo lo que se puede decir sólo con estar apoyada en tu hombro de nuevo. Le sonríes débilmente, te enjugas las lágrimas y suspiras de nuevo.

Tu hijo está vivo.

miércoles, 21 de enero de 2015

una lección de vida

-Tío Jorge, ¿Cómo te encuentras? –Pregunto sabiendo de sobras que su respuesta será prefabricada.
- De puta madre… ¿No lo ves? –me dice sonriendo.

Me agacho para darle un abrazo y veo en sus ojos un pequeño atisbo de emoción, así que procuro seguir con la conversación para intentar liquidar el posible dramatismo que pueda florecer. Él me abraza y tras un cariñoso y largo abrazo, me incorporo conteniendo la respiración y le dedico una sonrisa.

- Estás guapo, macho. ¿Has visto la que has liado? Estamos todos aquí. Se están moviendo los cimientos del mundo porque todos quieren estar contigo. ¡Más arropado no puedes estar!

Él me mira con esos ojos enjaulados entre unas cejas pobladas y una larga barba blanca. Se queda callado, esperando algo de mí que no logro comprender. Ante este segundo de silencio vuelvo a la carga con mis comentarios –absurdos, algunos- para intentar llenar estos agoniosos momentos de silencio.

- Fíjate, ha venido Raquel que también quería verte y darte un enorme beso.

Sus profundos ojos marrones dejan de torpedearme y giran hacia donde Raquel está, quieta, emocionada. Ve en mi tío algo que le recuerda a su padre –que en paz descanse- y se le encoje el alma al apretarle la mano. Él sonríe y tira de su mano delicadamente para dedicarle un tierno abrazo.

- Cada día más guapa –le piropea. Raquel se ruboriza.

Pasan unos minutos de cálida conversación entre nosotros tres. Nos pregunta por Vera, nuestra hija pequeña, y le hablamos de lo primero que se nos pasa por la cabeza. Al cabo de un rato, ese agonioso momento de silencio vuelve a conquistar la habitación. Él está agotado. Cierra los ojos y se relaja envuelto entre chutes de morfina. Vuelvo a despertarle y le pregunto si está bien. En ese momento me vuelve a mirar de nuevo como antes, me sonríe débilmente y me dice:

- Ya lo sabes, ¿Verdad? -Yo no sé qué decir. Me hago el loco y le pregunto sobre qué está hablando, aunque sé perfectamente que el momento ha llegado, y es inevitable. – Los médicos –prosigue- me han dicho que yo… caput.

No lo puedo contener. Mi barbilla tiembla como un flan encima de una batidora. No logro comprender cómo es posible que alguien asuma con tanta tranquilidad esa ley natural. Yo caput. Qué dramáticamente claro. Qué poéticamente doloroso.
Te mueres, sí, ¿hasta en esto vas a cuidar tus palabras? Me impresiona.


- Tío Jorge –logro decir- ¿pero has visto cómo te vas? Rodeado de los tuyos que te quieren y que casi se pelean por estar a tu lado. Vienen de todas las partes del mundo –literalmente- para darte ese beso que te mereces. Hay que dar gracias a Dios por esto…

- No vayas por ahí –me dice tajantemente mientras procura cambiar de posición, como queriéndome decir que estoy siendo un bocazas. Me callo y le miro. –No vayas por ahí –repite-, que eso no me preocupa. A mí lo que me preocupa son mis hijos.
Mi puñetera barbilla vuelve a temblar descontroladamente. Trago saliva y prosigo.

- ¿Pero tú te crees que van a estar solos? ¿Cuántos Perós somos? No les va a faltar de nada, por eso no te preocupes.   

Me mira y me sonríe. En ese momento entra mi tía a escena, posiblemente para mirar de aliviar de tensión –sana y preciosa tensión- ese momento tan cargado y sembrar un poco de des dramatismo. Pero Jorge, a su ritmo, vuelve a la carga.

- No estoy preocupado por mí. Yo sé que estoy bien, y que estaré bien. Jamás me había sentido tan bien. Es como si tuviera una mano apoyada en mi hombro que me da una paz y serenidad que jamás había experimentado. 

Miro a Raquel. No gesticula. Miro a mi tía que sonríe finamente. Miro a Jorge… cierra los ojos. En su cara veo paz. Una paz que incluso me tranquiliza a mí. Esos momentos, segundos, pasan lentos. Es como si la vida me hubiera permitido saborearlos porque ahí está el Cielo. Ahora recuerdo sus palabras “no estoy preocupado por mí, sino por mis hijos”. De él nadie debe preocuparse. Comunión diaria, sonrisa diaria, en paz. No hay nada mejor. Con una simple frase me lo ha dicho todo: Pablo, sonríe, olvídate de ti y pelea por la felicidad del resto. Sé Fiel. No lo dudes. Y sobre todo, no desesperes, porque cuando uno no llega, el resto lo hace por ti.

Ahora, dos días después de su fallecimiento, procuro reconstruir fielmente esos momentos que pasé a su lado y me cuesta no verle sonreír. Me cuesta no verle dando las gracias. Me cuesta no emocionarme por haber conocido a un Jorge, y tras años de trato, haberme despedido de mi tío Jorge, aquél que en sus últimos días nos puso el Cielo en una camilla.

jueves, 15 de noviembre de 2012

el escritor 2


Tragó saliva, tosió débilmente y le devolvió como pudo la sonrisa.

El gentío seguía estupefacto la escena ya que no podía comprender cómo la belleza del campus estaba hipnotizada por un don nadie; un alguien que ni su nombre sonaba conocido y lo habían apodado como “el chico”.

Noelia descubrió su carpeta, la abrió y sacó un papel arrugado. En él unos versos marcados a corazón rezaban lo que Noelia recitó, suave y despacio; haciendo hincapié en cada coma, en cada punto. Susurrando…

            Hay veces que es imposible olvidarte.
Hay momentos en que odio quererte.
Circunstancias en las que quiero admirarte
Y otras tantas por las que quiero perderte. 

Hay penurias que las paso yo solo
Y hay problemas que no quiero explicar.
Hay latidos que los recuerdo y lloro,
Y hay recuerdos que espero no alcanzar. 

El momento es siempre uno y cierto,
Escarmiento recuerdo hoy por ti.
Y no siento la pena por mi llanto
           Pues no miento, te quiero siempre a ti.


Las palabras de Noelia resonaron poderosas entre el gentío absorto por la dulzura de su voz. Las manos le temblaban débilmente mientras sostenía la mirada hacia aquél chico, mudo, temeroso de bellas sonrisas, hacedor de versos secretos con cuyas rimas avivaba, en sus sueños, su romance.

El chico la miraba pero no era capaz de reclamar su obra puesto que en el código del buen cortés los versos no tienen otro dueño que la doncella a la que van referidos; y él, a fin de cuentas, era el chico.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

el escritor


  Sorbió un poco más de café. Aún humeaba. Cogió una bocanada de aire fresco y advirtió que su día empezaba bien. Hacía un sol radiante frente a una mañana fresca de noviembre. Los pájaros piaban enérgicamente haciendo caso omiso a los pocos grados que el mercurio marcaba. Era un buen día. Estiró de nuevo sus dedos y acarició su antigua máquina de escribir. Al tocarla volvió a sentir cómo su mundo se extinguía y nacían frente a él el campus, Noelia y el tímido estudiante aun sin nombre:


“Era ese rincón su paraíso fiscal de los sueños. En el leía, escribía y soñaba. Sus gafas de pasta oscuras a duras penas se sujetaban en su nariz respingona, menuda y redonda. Vestía una camisa de cuadros pasados de moda pero ancha y realmente cómoda. Se sentía libre, a resguardo de su realidad: No tenía amigos.

Mientras contemplaba sus notas en los márgenes de su novela de caballeros, escuchó el extraño vacío del bar. El bullicio había mutado en el silencio más rotundo con algún que otro esporádico susurro. Sin levantar la vista supo que las miradas de los más de 30 estudiantes recaían en él. ¿Por qué?

Sintió un escalofrío y notó cómo sus manos sudaban.

- Hola –dijo una suave y tierna voz.

Por un momento maldijo a aquella que le había interrumpido y le impedía profundizar en su libro, pero alzó la vista y palideció. Advirtió dos manos de porcelana, una encima de la otra, sutilmente ocultas bajo una melena rubia, ondulada y larga. Su escandalosa figura bajo una camiseta y un chaleco ajustados le dejaron boquiabierto. Jamás había tenido tan de cerca la musa de sus sueños. Dentro de su tremenda vergüenza se atrevió a alzar la vista de nuevo. Su amor secreto quedó en entredicho cuando enrojeció de golpe. Noelia aun le miraba, sonriente. Sus ojos verdes envueltos en toque de rimel brillaban frente a él, nervioso y temeroso. Estaba siendo el centro de atención por primera vez en su vida.”

martes, 2 de octubre de 2012

amor en silencio



Cogió el bolígrafo y empezó a escribir sin detenerse ni un momento. En su cabeza nacían palabras una detrás de otra, como si hubiera abierto las puertas de su imaginación, y a paladas fueran saliendo palabras que rápidamente escribía en el papel. Fue llenando sin orden alguno el folio, en silencio, siguiendo con sus ojos los trazos que el bolígrafo hacía alegremente. Cuando acabó con la primera cara, dio la vuelta al papel y empezó con el mismo entusiasmo la siguiente. No sabía por qué, pero necesitaba escribir. Sentía la necesidad imperiosa de plantarse frente a un papel, coger firmemente el bolígrafo y escribir, nada más. Finalmente, tras haber llenado tres folios por ambas caras, paró. La mano le hervía y sus dedos le temblaban. Tras ordenar delicadamente las hojas y masajearse un poco los dedos, se acomodó y empezó a leer:

“Casa, árbol, hiena, perro, trucha, locura, pez, reloj, boli, flecha, trabajo, manto, nube, cielo, armadura, tú, ella, soledad, amor, esperanza, vacío…”

Paró de leer y tiró el papel al suelo. Una sensación extraña le recorrió todo el cuerpo. ¿Qué había ocurrido? Ni siquiera se había dado cuenta de lo que escribía… ¿Vacío? ¿Pero en qué estaba pensando? Después de frotarse la cara esperando despertarse de ese mal sueño, miró al suelo y se fijó en esos papeles llenos de ideas misteriosas. ¿Valía la pena cogerlos de nuevo o debía rechazarlos y abandonarlos? El silencio llenaba todos los rincones de la habitación en la que estaba. Sentía la necesidad de leer lo que había escrito… un momento, ¿necesidad o curiosidad? Finalmente, tras permanecer frente a los papeles un buen rato, se agachó, y sin esperar a incorporarse, leyó de nuevo en voz alta:

“Esperanza, felicidad, cordura, locura, bondad, miedo, farola, coche, américa, tarta, queso –Sonrió. Le gustaba el queso-, moto, casco, trabajo, sencillo, tú, ella, soledad, amor, esperanza, vacío…”

Paró de nuevo pero esta vez arrugó los papeles antes de volverlos a lanzar al suelo. ¿Qué estaba ocurriendo? Había repetido las seis últimas palabras otra vez, y en el mismo orden, ¡y sin darse cuenta! La sensación extraña se covirtió en sudor y escalofrío. ¿Por qué aparecía ella en sus escritos? ¡Si no existía! Maldecía por habérsele ocurrido escribir esa mierda de palabras porque habían conseguido herirle de muerte… otra vez. No lo entiendo, murmuraba mientras miraba las bolas de papel. No lo entiendo. En ese momento cogió un nuevo folio, y tras elegir el bolígrafo rojo, se sentó en la silla y empezó a escribir:

“Querida tú, no sé quién eres pero me tienes tremendamente enamorado. No sé dónde estás ni si existes, pero pienso en ti todos los días. No sé si te conoceré algún día, pero no puedo y no quiero pensar que no lo haré. No sé por qué estás en mi cabeza si nunca en la vida he olido tu perfume, si nunca he escuchado tu voz, si nunca he percibido tu tacto… te pido por favor que aparezcas pronto, o que desaparezcas para siempre. Vivir con este sueño me ahoga, y no quiero echarte de menos.”

Dio un suspiro y se acomodó en su cama. De pronto se sintió aliviado. Esa sensación extraña que antes le había conquistado, se había convertido en una tranquilidad indescriptible. Sus párpados empezaron a pesarle y su cuerpo a ralentizarse. Poco a poco la habitación fue convirtiéndose en tinieblas y la suave brisa que antes percibía iba desapareciendo. Quería moverse pero no podía. Quería caminar pero no vivía. Quería, quería…

-        Buenos días, ¿cómo se encuentra?
-        Doctor, me ha parecido verle sonreír… -dijo mientras apretaba fuertemente la mano a su marido.
-        Seguro que lo ha hecho, señora… El que esté en coma no significa que no recuerde ni sienta.
-        ¿Cree usted que despertará?
-        Es lo que todos esperamos, señora. Es lo que todos esperamos.

miércoles, 27 de junio de 2012

despedida 2

Sus dedos acariciaron de nuevo el sobre esperando que las palabras floreciesen mientras sus ojos hinchados seguían mirándole. El papel, antes fresco y suave, era ahora un papel magullado. Uno de esos dedos encontró un surco en el papel y se detuvo. Las líneas eran profundas y claras. No había posibilidad de error.

Notó cómo un temblor le empezó a subir por las rodillas hasta llegar a la barbilla mientras los ojos se le inundaban en unas lágrimas que no podía excusar. Las manos, custodiando el sobre con el mensaje más claro que jamás había logrado descifrar, se iban empapando con esas lágrimas que inevitables caían feroces hacia el sobre. Sin saber por qué, se sentía esclava del momento: no podía hablar, no podía moverse, no podía hacer otra cosa que esperar a que él dijera algo… pero él no se movía. No decía nada. Estaba quieto, con su mirada clavada en esos ojos empapados. Aun y así la veía hermosa…; tanto que le cortaba la respiración. No entendía su silencio. No entendía la situación. Lo único que quería era darle la carta y desaparecer.

El momento rebosaba de un asqueroso silencio. Ella únicamente oía el latir de un corazón nervioso y exaltado… y muerto de miedo. ¡Que te quiero! Gritaba para sí atormentada por sus palabras. ¡Que te quiero más que a mi vida! Volvía a decir con la voz silenciosamente desgarrada. Dime que me quieres, aquí y ahora, por favor. Dime que me quieres… Pero él no oía nada. Únicamente la veía quieta, casi abrazando el sobre. Sentía unas ganas tremendas de abrazarla y fundirse en un beso interminable. Quería gritarle cuánto la amaba, pero no tenía voz. Soñaba con acariciarla y cuidarla, pero no tenía tacto. Quería velar por ella día y noche para evitar por siempre más lágrimas inútiles... pero sin embargo, seguía mudo frente ella mientras en su cabeza se desvanecían las letras que formaban el tan ansiado TE.