-Tío
Jorge, ¿Cómo te encuentras? –Pregunto sabiendo de sobras que su respuesta será
prefabricada.
- De puta madre… ¿No lo ves? –me dice sonriendo.
Me agacho para darle un abrazo y veo en sus ojos un pequeño atisbo
de emoción, así que procuro seguir con la conversación para intentar liquidar
el posible dramatismo que pueda florecer. Él me abraza y tras un cariñoso y
largo abrazo, me incorporo conteniendo la respiración y le dedico una sonrisa.
- Estás
guapo, macho. ¿Has visto la que has liado? Estamos todos aquí. Se están
moviendo los cimientos del mundo porque todos quieren estar contigo. ¡Más
arropado no puedes estar!
Él me mira con esos ojos enjaulados entre unas cejas pobladas
y una larga barba blanca. Se queda callado, esperando algo de mí que no logro
comprender. Ante este segundo de silencio vuelvo a la carga con mis comentarios
–absurdos, algunos- para intentar llenar estos agoniosos momentos de silencio.
- Fíjate,
ha venido Raquel que también quería verte y darte un enorme beso.
Sus profundos ojos marrones dejan de torpedearme y giran
hacia donde Raquel está, quieta, emocionada. Ve en mi tío algo que le recuerda a
su padre –que en paz descanse- y se le encoje el alma al apretarle la mano. Él sonríe
y tira de su mano delicadamente para dedicarle un tierno abrazo.
- Cada
día más guapa –le piropea. Raquel se ruboriza.
Pasan unos minutos de cálida conversación entre nosotros
tres. Nos pregunta por Vera, nuestra hija pequeña, y le hablamos de lo primero
que se nos pasa por la cabeza. Al cabo de un rato, ese agonioso momento de
silencio vuelve a conquistar la habitación. Él está agotado. Cierra los ojos y
se relaja envuelto entre chutes de morfina. Vuelvo a despertarle y le pregunto
si está bien. En ese momento me vuelve a mirar de nuevo como antes, me sonríe débilmente
y me dice:
- Ya
lo sabes, ¿Verdad? -Yo no sé qué decir. Me hago el loco y le pregunto sobre qué
está hablando, aunque sé perfectamente que el momento ha llegado, y es
inevitable. – Los médicos –prosigue- me han dicho que yo… caput.
No lo puedo contener. Mi barbilla tiembla como un flan encima
de una batidora. No logro comprender cómo es posible que alguien asuma con
tanta tranquilidad esa ley natural. Yo
caput. Qué dramáticamente claro. Qué poéticamente doloroso.
Te mueres, sí, ¿hasta en esto vas a cuidar tus palabras? Me impresiona.
- Tío
Jorge –logro decir- ¿pero has visto cómo te vas? Rodeado de los tuyos que te
quieren y que casi se pelean por estar a tu lado. Vienen de todas las partes
del mundo –literalmente- para darte ese beso que te mereces. Hay que dar
gracias a Dios por esto…
- No
vayas por ahí –me dice tajantemente mientras procura cambiar de posición, como
queriéndome decir que estoy siendo un bocazas. Me callo y le miro. –No vayas
por ahí –repite-, que eso no me preocupa. A mí lo que me preocupa son mis
hijos.
Mi puñetera barbilla vuelve a temblar descontroladamente. Trago
saliva y prosigo.
- ¿Pero
tú te crees que van a estar solos? ¿Cuántos Perós
somos? No les va a faltar de nada, por eso no te preocupes.
Me mira y me sonríe. En ese momento entra mi tía a escena,
posiblemente para mirar de aliviar de tensión –sana y preciosa tensión- ese
momento tan cargado y sembrar un poco de des dramatismo. Pero Jorge, a su
ritmo, vuelve a la carga.
- No
estoy preocupado por mí. Yo sé que estoy bien, y que estaré bien. Jamás me
había sentido tan bien. Es como si tuviera una mano apoyada en mi hombro que me
da una paz y serenidad que jamás había experimentado.
Miro a Raquel. No gesticula. Miro a mi tía que sonríe finamente.
Miro a Jorge… cierra los ojos. En su cara veo paz. Una paz que incluso me
tranquiliza a mí. Esos momentos, segundos, pasan lentos. Es como si la vida me
hubiera permitido saborearlos porque ahí está el Cielo. Ahora recuerdo sus
palabras “no estoy preocupado por mí, sino por mis hijos”. De él nadie debe
preocuparse. Comunión diaria, sonrisa diaria, en paz. No hay nada mejor. Con
una simple frase me lo ha dicho todo: Pablo, sonríe, olvídate de ti y pelea por
la felicidad del resto. Sé Fiel. No lo dudes. Y sobre todo, no desesperes,
porque cuando uno no llega, el resto lo hace por ti.
Ahora, dos días después de su fallecimiento, procuro
reconstruir fielmente esos momentos que pasé a su lado y me cuesta no verle sonreír.
Me cuesta no verle dando las gracias. Me cuesta no emocionarme por haber
conocido a un Jorge, y tras años de trato, haberme despedido de mi tío Jorge,
aquél que en sus últimos días nos puso el Cielo en una camilla.
POR QUÉ LEER ME SALVÓ LA VIDA
Hace 11 años