viernes, 15 de diciembre de 2017

Está vivo


El sonido de los “bips” te adormece y te sientes poco a poco extinto, como en un mundo de nadie. El tiempo se ralentiza tanto que los “tac, tac” del segundero resuenan en tus oídos con ese eco propio de una película de terror. Levantas los ojos: ajetreo y silencio en medio de un mar de sonidos, y algún quejido lejano acompañado del susurro incesante de las enfermeras. Todo está caóticamente organizado, pero tú estás perdido, perturbado y mareado por dónde estás.

De repente oyes una voz que con dulzura te dice: “-Hola Papá. Soy la enfermera de tu hijo.” Tú levantas la cabeza, abatido, entreabres los ojos, sonríes tímidamente y preguntas: “-¿Cómo está?”. “-Bien, te contesta. –En un rato podrás entrar a verle.” Le agradeces el gesto, vuelves a sonreírle y te vuelves a sentar. Ya más despierto vuelves a pensar en tu mujer, en cómo estará. Piensas en que tardará en conocer a vuestro hijo al menos un día más, 24 horas de larga espera, y eso te aterra. “-Qué injusticia, murmuras.” Piensas que no deberíais estar ahí, sino que deberíais estar en casa, con tu mujer, embarazada de treinta y un semanas y vuestra hija de 3 años. Cierras los ojos un momento y sientes que te arden sutilmente. Tardas unos segundos en darte cuenta que estás llorando pero te da tiempo a enjuagarte las lágrimas antes de que la enfermera vuelva para decirte: “-Ya puedes pasar. Ya está listo”. Ella sonríe.

Te lavas las manos, aturdido, emocionado, cansado y contrariado. Te pones la bata, la mascarilla y entras. La sala de neonatos está oscura, todo el mundo te mira y te sonríe con esa sonrisa cómplice que deja entrever compasión y algo de pena, adulteradas con gotas de un cariño que te penetra el alma. Mientras caminas hacia la incubadora, miras a tu alrededor y te sorprende la cantidad de gente que hay a las 4:25 de la madrugada. De repente sientes una mano que te agarra el hombro con cariñosa firmeza, te das la vuelta y te encuentras a La Enfermera, al ángel de la guarda de tu hijo, a la chica que con vocación de heroína le está salvando la vida. Ella te acompaña los últimos metros mientras te tiembla la barbilla y luchas por controlar unos repentinos e incontrolables deseos de gritar, chillar y berrear ¡por qué!, pero de repente le ves, y los “bips”, “tics, tacs”, los susurros de las enfermeras, los pasos… incluso las miradas de todos los presentes desaparecen y se hace el silencio. “-Por Dios, pero si es un ángel.” Te dices. “-Puedes tocarle si quieres, papá” te dice la enfermera. Tímidamente abres la puertecita de la incubadora, acaricias tus dedos entre sí –puro nerviosismo- y acercas tu mano temblorosa hacia él. Le tocas la mano y la samba vuelve a tu estómago. “-Estás vivo” le susurras. Y te das cuenta que si lo que hacía cinco segundos eran ganas de chillar, ahora son ganas de agradecer. Le acaricias, le susurras que le quieres, le mimas entre tubos, sonda y catéter. Le mandas besos y lloras. Y como parte de un cuento perfecto, y justo en ese momento, sientes en tu hombro esa mano milagro que te dice todo lo que se puede decir sólo con estar apoyada en tu hombro de nuevo. Le sonríes débilmente, te enjugas las lágrimas y suspiras de nuevo.

Tu hijo está vivo.

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