El
sonido de los “bips” te adormece y te sientes poco a poco extinto, como en un
mundo de nadie. El tiempo se ralentiza tanto que los “tac, tac” del segundero
resuenan en tus oídos con ese eco propio de una película de terror. Levantas
los ojos: ajetreo y silencio en medio de un mar de sonidos, y algún quejido
lejano acompañado del susurro incesante de las enfermeras. Todo está caóticamente
organizado, pero tú estás perdido, perturbado y mareado por dónde estás.
De
repente oyes una voz que con dulzura te dice: “-Hola Papá. Soy la enfermera de
tu hijo.” Tú levantas la cabeza, abatido, entreabres los ojos, sonríes
tímidamente y preguntas: “-¿Cómo está?”. “-Bien, te contesta. –En un rato
podrás entrar a verle.” Le agradeces el gesto, vuelves a sonreírle y te vuelves
a sentar. Ya más despierto vuelves a pensar en tu mujer, en cómo estará.
Piensas en que tardará en conocer a vuestro hijo al menos un día más, 24 horas
de larga espera, y eso te aterra. “-Qué injusticia, murmuras.” Piensas que no
deberíais estar ahí, sino que deberíais estar en casa, con tu mujer, embarazada
de treinta y un semanas y vuestra hija de 3 años. Cierras los ojos un momento y
sientes que te arden sutilmente. Tardas unos segundos en darte cuenta que estás
llorando pero te da tiempo a enjuagarte las lágrimas antes de que la enfermera
vuelva para decirte: “-Ya puedes pasar. Ya está listo”. Ella sonríe.
Te
lavas las manos, aturdido, emocionado, cansado y contrariado. Te pones la bata,
la mascarilla y entras. La sala de neonatos está oscura, todo el mundo te mira
y te sonríe con esa sonrisa cómplice que deja entrever compasión y algo de
pena, adulteradas con gotas de un cariño que te penetra el alma. Mientras
caminas hacia la incubadora, miras a tu alrededor y te sorprende la cantidad de
gente que hay a las 4:25 de la madrugada. De repente sientes una mano que te
agarra el hombro con cariñosa firmeza, te das la vuelta y te encuentras a La
Enfermera, al ángel de la guarda de tu hijo, a la chica que con vocación de
heroína le está salvando la vida. Ella te acompaña los últimos metros mientras
te tiembla la barbilla y luchas por controlar unos repentinos e incontrolables
deseos de gritar, chillar y berrear ¡por qué!, pero de repente le ves,
y los “bips”, “tics, tacs”, los susurros de las enfermeras, los pasos… incluso
las miradas de todos los presentes desaparecen y se hace el silencio. “-Por
Dios, pero si es un ángel.” Te dices. “-Puedes tocarle si quieres, papá” te
dice la enfermera. Tímidamente abres la puertecita de la incubadora, acaricias
tus dedos entre sí –puro nerviosismo- y acercas tu mano temblorosa hacia él. Le
tocas la mano y la samba vuelve a tu estómago. “-Estás vivo” le susurras. Y te
das cuenta que si lo que hacía cinco segundos eran ganas de chillar, ahora son
ganas de agradecer. Le acaricias, le susurras que le quieres, le mimas entre
tubos, sonda y catéter. Le mandas besos y lloras. Y como parte de un cuento
perfecto, y justo en ese momento, sientes en tu hombro esa mano milagro
que te dice todo lo que se puede decir sólo con estar apoyada en tu hombro de
nuevo. Le sonríes débilmente, te enjugas las lágrimas y suspiras de nuevo.
Tu
hijo está vivo.
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