jueves, 28 de octubre de 2010

la noche (parte 3)

Tras haber ocultado los cuerpos advirtió que los tres restantes habían formado un solo grupo. Los nervios conquistaban a uno de ellos mientras que los otros dos permanecían con sus semblantes serios, escudriñando el terreno. Agachó la cabeza y recogió un tronco. Cogió aire y lo lanzó tan lejos como pudo. El ruido del tronco atrajo a uno de los tres, que se distanció del grupo haciendo caso omiso de las órdenes de sus compañeros. Advirtió que no llevaba seguro en el arma y que disponía del índice en el gatillo; La barbilla le temblaba y los ojos, abiertos como platos, brillaban entre la oscuridad. Águila uno permaneció inmóvil junto a los arbustos. Dudaba entre el solitario y los otros dos hombres. Sabía que si iba hacia el solitario y lo mataba, los otros dos hombres sabrían perfectamente su ubicación. Tembló al ver que estaban a escasos pasos de la secuoya donde había enterrado sus botas y su reloj. Hundió el machete en el barro, se llenó las manos con él y se untó la cara de nuevo. Recogió el machete y se acercó silenciosamente hacia su próxima víctima. En cuanto se hubo puesto a su espalda, hundió la hoja en el costado mientras le agarraba para que no gritara. Los pataleos le parecían absurdos contra el filo de su machete hundido su carne, pero no los disparos. El hombre empezó a disparar alertando a sus dos compañeros que se apresuraron a socorrerle. Tras un fuerte forcejeo consiguió reducirle y hacerse con el arma. Advirtió que los dos hombres se acercaban deprisa con las armas apuntando en su dirección. Si abría fuego, ellos también lo harían, así que dejó el arma en el suelo y se agachó junto al cadáver a escasos dos metros, rezando para no ser descubierto. La pisada de una bota aterrizó junto a él. Templó los nervios y alzó cuidadosamente la vista. Aún no le habían visto. Se miró las manos y comprobó que las tenía descubiertas. Lentamente las hundió en el barro y guardó silencio.
La tormenta le dio unos instantes para poder pensar. Debía actuar con firmeza. No sabía quienes eran ni qué querían, pero no iba a perder tiempo en preguntárselo, y menos aún cuando él había sido el causante de cinco muertes en menos de diez minutos. Se pasó tumbado unos instantes hasta que lo único que oía era su propio respirar.
Poco a poco fue estudiando el terreno en busca de los dos hombres que aún permanecían con vida. No les veía pero sabía que aún estaban ahí. Se fue incorporando lentamente, ocultándose tras las grandes hojas de gunnera. Todo estaba en silencio; demasiado. De pronto un golpe helado le sacudió la pierna. El dolor era tan frío que le quemaba por dentro. La bala le había atravesado el muslo con lo que había sido un disparo limpio, pero no por ello menos doloroso. Se tiró al suelo y giró sobre sí mismo hasta llegar al primer cadáver. Cogió su ametralladora y comprobó que tuviera balas.
- Joder, cómo duele.- murmuró apretando los dientes.
Rodó hacia el primer árbol que vio y se sentó en el suelo apoyándose en él. Aprovechó para hacerse un torniquete con el cinturón. La pierna le temblaba fuertemente y las manos sufrían hinchadas por el contacto permanente con el barro y el agua. La humedad le había calado las ropas y los nervios habían hecho mella en él: Había fallado, y por su error, había sufrido un disparo.

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